Era un día de finales de otoño y yo necesitaba respuestas.
Sencillamente,
me preguntaba
por qué todo.
Abrí la ventana
y recibí una bofetada de aire frío.
Pero me dio igual.
Me asomé y me dí cuenta de lo relativo
que se vuelve todo con la altura,
desde la distancia,
hasta la vida.
Me subí al alféizar
y vi a lo lejos como el viento hacia revolotear un papel tirado.
Dio tumbos hasta perderse de vista.
Y bueno, ahí entendí que la vida es un poco eso:
alzar el vuelo, y dejarse llevar.
Y también que ese papel acababa de definirnos.
Porque viajamos de un lado a otro sin saber muy bien a dónde
pero sí quién nos mueve.
Y lo necesario que es, también.
Como el aire para vivir.
Necesario como el aire que acababa de elevar al papel.
Igual.
Y así es como echamos a volar,
por alguien
o en alguien.
Porque también se despega gracias a una mirada.
O por una sonrisa.
Y ese es el mejor vuelo que conozco.
Se alcanzan alturas inalcanzables.
Y una vez que estás ahí arriba
tienes la perspectiva suficiente
para que todo te dé igual.
Sí, definitivamente, la vida era un poco eso: perspectiva.
Así que me bajé,
cerré la ventana
y eché a volar.