miércoles, 8 de octubre de 2014



Amanece. Me levanto. Con suerte, dentro de unas horas estaré despierta.

Mi rostro se refleja en el espejo al atravesar la habitación. 

Hago caso omiso del reloj que me reprocha lo tarde que es -cómo no- y me quedo quieta, observándome. 

Mi reflejo también me observa a mí, y me reprocha: 


"Mírate, mírate bien, con todas tus ganas acumuladas ahí, en las ojeras y en los moratones de las rodillas. Te he dicho mil veces que deberías confiar en mí y en nadie más..." 


Y una vez más, vuelve a tener razón. Claro que la tiene, pero es que mi niña interior es kamikaze, no hay otra explicación. Por más que me lo prometo no puedo sentir menos y pensar más, sobre todo en las consecuencias de dejarme llevar. 



-Y las consecuencias, cuando llegan, queman y arrasan-


Continúo observándome. Tengo una línea que me recorre de pies a cabeza a modo de cortafuegos. Con el tiempo, una aprende a arder por partes,a permanecer entera.Aprende a salir ilesa de los incendios. 


Tengo también, en la mirada, marea alta de incertidumbres, 

y en el estómago, cadáveres de mariposas. 

Tengo demasiados motivos pendientes,

y excusas cada mañana. 

Tengo todo y nada a la vez, que por otra parte, es suficiente. 


Pero no tengo suerte. No. 

Definitivamente no la tengo. 
En todo caso me tiene ella a mí y me golpea a sus anchas. 

Y tengo miedo. Mucho miedo y muchos miedos:  Miedo a nada en general y a todo en particular. 


Porque, por encima de todas mis cualidades y debilidades, soy humana. 


Me aparto del espejo. Cojo el pintalabios más rojo que tengo y escribo en el espejo la frase que debería tener marcada en la cabeza. 

Me visto corriendo y me voy. Vuelvo a llegar tarde, pero esta vez, llego libre de miedos. Se han quedado todos encerrados en el espejo, en doce palabras. 


"De lo único que he de tener miedo

es del propio miedo"




Gracias, Roosevelt, me has salvado.